Los meses de verano siempre me brindan la oportunidad de revisar los acontecimientos del año anterior y reflexionar sobre la forma como Jesús me invita a profundizar en mi relación con Él ejerciendo mejor mi ministerio episcopal. Cada vida cristiana está profundamente arraigada en la relación con Jesús, quien nos invita al servicio. Relacionarnos con Jesús implica permitirle vivir plenamente en y a través de nosotros, vivir nuestra vida de forma íntima con Cristo.

Todo aquel que hace el valiente esfuerzo de vivir en plenitud su vida bautismal en Cristo, haciendo una generosa entrega de sí mismo a Dios y a los demás, conoce el “precio” que se paga, así como también el gozo que provoca.

Al volver a casa de mis vacaciones este verano, Jesús me invitó a reflexionar cómo es que Él está presente conmigo en mi hogar. Esta “gracia” que me dio ha provocado una conciencia más grande de la presencia de Jesús conmigo en todo momento, pero de forma particular, en mi casa. Esta sensación está muy bien reflejada en la oración de bendición de una nueva casa: 

Asiste, Señor, a estos servidores tuyos que, al inaugurar esta vivienda, imploran humildemente tu bendición, para que, cuando vivan en ella, sientan tu presencia protectora, cuando salgan, gocen de tu compañía, cuando regresen, experimenten la alegría de tenerte como huésped. 

Vivimos tiempos en que muchos, por distintas razones, se sienten aislados y solos. Pero Cristo prometió a sus discípulos que siempre permanecería con nosotros. Él nunca nos deja solos.

Darnos cuenta de esto requiere nuestro esfuerzo consciente para reconocer su amorosa presencia y saborear todo lo que ello implica. Si nos concentramos demasiado o únicamente en la sensación de estar solos o aislados, se puede exacerbar ese sentimiento. Pero cuando dirigimos nuestra atención a la promesa de Jesús, “Yo estoy con ustedes siempre”, Él comienza a renovarnos, revelándose a nosotros cada vez más y fortaleciéndonos en nuestra contribución bautismal en servicio de la Iglesia y del mundo mediante nuestra vocación única.

Jesucristo es el cumplimiento del plan de amor de Dios Padre para toda la creación, en especial para la familia humana. Jesús viene al mundo como participante del amor trinitario del Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Jesús, mediante su encarnación, vida y ministerio, es la manifestación del amor de Dios al mundo y la plenitud del Reino celestial en la tierra. La profundidad de su amor queda demostrada por su pasión, muerte y resurrección, a través de las cuales somos redimidos, ¡y tenemos ahora acceso a participar del amor divino mismo!

El desarrollo orante y consciente de nuestra vida en Cristo alimenta nuestra transformación y refuerza nuestro ser conformado más plenamente a Cristo. A medida que crece nuestra conciencia en la profundidad del amor de Cristo por nosotros y permitimos que ese amor nos ayude a progresar en la conversión continua, nuestro amor por los demás se acrecienta y somos cada vez más capaces de construir el Reino del Cielo aquí y ahora, como es misión nuestra.

Northwest Catholic — Agosto/Septiembre 2024