En el cambiante clima de nuestra región, podemos ya descubrir flores coloridas brotando a nuestro derredor, signo indudable de la llegada de la ansiada primavera, después de meses de frío y lluvia.

En la reciente Pascua, recibimos con enorme gozo a cientos de nuevos miembros en nuestra hermosa familia de creyentes a través del Bautismo, la Confirmación y la participación en el banquete Eucarístico.

Como las flores, todos y cada uno traen a la Iglesia nuevos colores de esperanza, alegría, gratitud, perdón y crecimiento. Esta es la primavera del Espíritu, esto es un perenne Pentecostés. Como en las primeras comunidades cristianas, podemos decir: “Todos los días el Señor incorporaba a los que habían de salvarse” (Hechos 2,47).

Cada bebé que bautizamos; cada uno de los que reciben por primera vez el cuerpo y la sangre de Cristo; cada joven que, de pie ante la comunidad, pide en voz alta ser confirmado; cada pareja de enamorados que declaran su amor vitalicio en nombre de Jesús; cada hombre o mujer que termina su peregrinar terrenal dándole gracias a Dios por haberlo invitado a la fiesta de la vida; todos los que, impulsados por su fe, inician nuevas expresiones de fraternidad, de justicia y de alabanza; todos las mujeres y hombres que responden al amor divino consagrando  sus cuerpos y vidas a la oración y a la caridad; todos  los que sonríen agradecidos porque alguien los llama  “amigo”; todos esos nos hacen constatar que el Espíritu está siempre fecundando nuevos corazones en  un imperecedero Pentecostés.

Habrá algunos que digan que somos ingenuos soñadores o quizá que hemos perdido el contacto con la realidad de este mundo tan aceleradamente cambiante, pero yo, como tantos miles, en nombre Cristo Resucitado, sabemos y experimentamos que el Señor sigue derramando su Espíritu sobre toda carne, para que nuestros jóvenes tengan visiones y nuestros ancianos sueñen, y prodigios sigan realizándose en la tierra y en el cielo. Sin duda muchos se mofarán diciendo que estamos ebrios (Hechos 2,13) o hemos perdido la cordura, pero en el corazón de los creyentes el Espíritu Divino sigue descendiendo como la lluvia y la nieve que caen del cielo y no vuelven allá sino hasta hacerla fecunda y dar simiente y pan para dar de comer a quien lo necesite (Isaías 55,10).

La primavera del Espíritu transformó la existencia de María para siempre. La hizo fecunda con tal fuerza que toda la creación sigue floreciendo con nuevos colores y aromas de solidaridad con cada ser humano que viene a este mundo.

El Sínodo mundial que ha iniciado el Papa Francisco es un signo claro de esa primavera del Espíritu. Solo ese divino Espíritu puede lograr que cada creyente se deje llevar como María a anunciar a todos la sorpresa de la sabiduría de Dios. 

El Espíritu que germinó en María quiere germinar en cada uno de nosotros los bautizados y hacernos hablar la lengua divina del amor y la alegría de ser escogidos como sus voceros hasta el fin de los tiempos. Pidamos que nos haga sus primaveras.