El teólogo alemán Karl Rahner (1904-84) decía que los cristianos del siglo XXI tendríamos que ser místicos o desapareceríamos.

En mi experiencia cristiana y sacerdotal descubro en lo cotidiano muchos místicos a mi derredor. Ya no son los místicos que huían del mundanal ruido y se recluían en los monasterios en contemplación radical del inefable Dios, ahora son los hombres y mujeres buscando ser santos en medio de sus deberes cotidianos en casa, en la calle y en el trabajo.

El Santo Espíritu de Dios trajo una nueva vitalidad a la Iglesia a partir del Concilio Vaticano II haciéndonos redescubrir nuestra vocación universal a la santidad como bautizados (Lumen Gentium, 50).

Yo descubro madres místicas que por las mañanas dejan a sus hijos en la escuela dando gracias a Dios por el privilegio de ser instrumentos de su fecundidad y confiando en que ese hijo (a) traerá al ir creciendo nuevas expresiones de humanidad en las ciencias y en las artes que estará aprendiendo.

Me llena de alegría ver a cientos de hombres yendo a sus oficios, no solo buscando ganarse el pan de cada día para ellos y sus familias, sino convencidos que su sudor está construyendo una sociedad más justa en donde todo hombre o mujer está perfeccionando su dignidad reflejando la sabiduría del Creador que nos hizo a imagen suya.

Me regocijo en mi diario quehacer al encontrar hermanos sacerdotes que celebran los sacramentos convencidos de estar alimentando al mundo con el Pan de Ángeles que trae siempre esperanzas y sorpresas a nuestro derredor.

Me colma de entusiasmo y gratitud el compartir con hombres y mujeres que no pasan indiferentes al lado de los desamparados, hambrientos o gente con problemas mentales deambulando sin sentido por los caminos y ponen su vida al servicio de estos con nuevas formas de caridad fraterna.

No puedo menos que alabar a Dios por todas esas mujeres consagradas a servir a los indigentes con su ternura maternal, todas esas místicas que pasan horas ante el sagrario orando por todos para que el mundo crea en Jesús Salvador.

Qué bendición gigante es tener a todos esos fieles creyentes discípulos de Jesús que ponen por obra su fe como la Beata Conchita Cabrera que amamantaba como nodriza a bebés huérfanos contemplando al Niño Dios hambriento contra su pecho.

Místicos que trabajan en nuestras fronteras geográficas tratando de acomodar a alguien que busca una oportunidad de mejor vida y trabajo en este país, sin exigir visas o pasaportes burocráticos.

No me canso de agradecer a Dios por tantos místicos a mi derredor que pueden descubrir la presencia de la Luz de Dios en medio de las obscuridades de nuestro mundo convulso y a veces aterrador.

Gracias, Señor, por esos místicos de lo cotidiano que embellecen nuestras vidas sin hacer ruido, pero que son Tu respiración que mantiene al mundo en movimiento alentador.

Gracias por María tu madre, el silencioso José y la infinidad de santos anónimos que nos muestran alegre y cotidianamente ese misticismo.

Noroeste Católico — Junio/Julio 2024